martes, 19 de mayo de 2009
Spam telefónico
Cuando era un crío, el teléfono –el fijo, por supuesto; no había otro– era algo imprescindible en cualquier hogar, pero no por ello se abusaba de él. Su uso quedaba restringido a llamadas familiares y necesidades puntuales. Para las relaciones personales estaban la calle y, a distancia, las cartas, que tanta ilusión hacía encontrar en el buzón al llegar a casa al mediodía. Sí es verdad que, al llegar la adolescencia y los primeros tonteos con las chicas, la factura del teléfono subía. En mi casa no había restricciones como las que tenían algunos amigos y compañeros de colegio, a los que recriminaban incluso las llamadas entrantes, quién sabe si por creer que también había que pagarlas o, más bien, para evitar que se le cogiera cariño a un aparato que no era especialmente barato.
Yo no fui nunca muy amigo del teléfono, y quien me conoce sabe que a través de él no me muestro especialmente hablador; no tengo una explicación consciente, pero no me apasiona. Cuando llegó la moda de los teléfonos móviles –al principio era eso, una moda–, me resistí a tener el mío. Hasta que la revista donde trabajaba cerró y pensé que, en pleno verano, si quería volver a la playa de la que había tenido que ir apresuradamente a Madrid y, al mismo tiempo, ponerme a buscar trabajo, me vendría bien estar localizable.
Han pasado los años y mi factura de móvil sigue siendo discreta. Casi me siento un bicho raro porque recurro a los mensajes escritos en pocas ocasiones. Y, claro, recibo muy pocos. Eso sí, casi diariamente (entre cuatro y cinco veces por semana en los últimos dos meses) me llegan mensajes de Movistar, ofreciéndome servicios que, por lo que llevo aquí escrito, es fácil deducir que no me interesan en absoluto. También me llaman por teléfono, y les he explicado por activa y por pasiva que no me interesan este tipo de ofertas, ninguna, que si quiero algo, ya les llamaré yo. ¿Han dejado de llamarme?
No dejan de llamar, y se suman a las llamadas, al fijo y al móvil, de Orange y Vodafone, pero también a las ofertas de ADSL de Jazztel y todo el rosario de operadores que han ido surgiendo. Además, está el horario de trabajo que tienen estos comerciales. He recibido llamadas a las cuatro de la tarde, a las diez de la noche y en horas igual de intempestivas incluso en fin de semana. Y he tenido la educación –y la santa paciencia– de no colgarles, de explicarles que no me interesa cambiar nada, que no son horas de llamar y que lamento que tengan que trabajar en ese horario. Nada sirve, siempre tienen un arma con la que contraatacar. La educación es respondida con frases del manual que les ponen delante cuando llegan a su puesto. Hasta el punto, y eso no sé si está en el manual, de que algunos llegan a ser impertinentes y a decir lindezas como: “¿Me está diciendo que prefiere seguir pagando más en lugar de aceptar lo que le ofrezco?”, como el que te pregunta si eres idiota. Quizá lo sea, aunque también sé que no te leen la letra pequeña que restaría atractivo a su oferta. Pero lo absolutamente cierto es que, si me dejara llevar, cambiaría de operador cada dos meses, y no precisamente para dejar de pagar una de las tarifas de ADSL más caras de Europa.
El otro día fui yo quien llamó, en este caso a Telefónica, para que dejaran de cobrarme cinco euros por el alquiler del teléfono que tengo en un cajón desde hace dos años. Me ofrecieron que lo comprara por 2,95 euros. Ahí lo tenéis, lo he sacado para hacer la foto.
Aparte queda la dificultad para darse de baja de muchos de estos operadores, a pesar de las imposiciones que se les han ido fijando desde la Administración para evitar prácticas abusivas. Por mi parte, seguiré tratando de cortar esta invasión desde mi modesta casa, aunque es posible que sea mejor hacerlo colgando abruptamente que tratando de ser amable con quien al otro lado del hilo trata de venderme su moto.
Este molestísimo spam telefónico se ha convertido en una plaga, y hay quien defiende el argumento de que crea puestos de trabajo. Yo, la verdad, no defendería que se contratara a gente para dar latigazos a los transeúntes, empujar a la gente a las vías cuando se acerca el tren o aparcar sus coches en pasos de peatones.
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